Tragedia, dolor y esperanza

Se dice que la vida está llena de muchos momentos que nos remontan a reír, gozar y celebrar. Sin embargo, en ocasiones el sufrimiento, la tristeza y el llanto toman un lugar significativo en el corazón de todos. El dolor es el resultado del vacío que estuvo lleno o que no ha podido ser cubierto. Todos en algún momento lo hemos experimentado y otros también lo han negado. Lo que no podemos hacer, es evitarlo. El desafío es mayor cuando el malestar confronta la idealización de una vida que no contenga tales momentos. Pensar que no habrá sufrimiento es irreal y pudiéramos decir que inmaduro. La negación de esto se torna en escapatoria. Paulatinamente se torna en crisis aguda, al quedarnos sumergido así. En eso puede volverse en tormento.

Con esto, nos acercamos también a visualizar dónde está Dios en todo esto. ¿Por qué si Dios nos ama tanto, permite tanto sufrimiento en el mundo? ¿Por qué nosotros experimentamos el dolor cuando buscamos su rostro? ¿Cómo podemos manejar el dolor intenso que nos producen los eventos no planificados de la vida? Todas estas preguntas y otras más, se elaboran en nuestra mente y nos sumergen en mar profundo de interrogantes en cual necesitamos un buen tanque de oxígeno para movilizarnos entre las intensidades de las situaciones que nos afectan cuando experimentamos el sufrimiento. 

Digo esto para no ser ajeno a la realidad que vivimos. La muerte del estelar baloncelista Kobe Bryant junto a otras ocho personas en las cuales estaba su hija Gigi, nos pone de frente con la fragilidad de la vida y cuan complicada en manejar los eventos inesperados. Esta vez, no estamos hablando de un libreto de una película, mas bien de la realidad donde la vida se encuentra con la fragilidad de la vida que nos arropa. Por más jugadas que Kobe realizó en el último segundo, su muerte ocurrió en menos de un minuto. El reloj se marcó. La muerte le visitó. No hay tiempo extra. Nos quedan las memorias y recuerdos de estos momentos.

Kobe no es ajeno a nosotros. Todos estamos propensos a esa realidad. La muerte tarde o temprano nos alcanza y con ella la reflexión de la vida junto a sus tragedias. Las muertes inesperadas son duras. Como pastor me ha tocado acompañar familias en situaciones similares. Estuve junto a la familia del baloncelista del BSN Andrés “Corky” Ortiz y su hijo Alexander de apenas 5 años quienes fallecieron luego de un accidente aparatoso en Arecibo en el 2015. También recuerdo estar junto a la familia de Nicole Fontánez Orlando, una joven talentosa de 12 años en la iglesia que pastoreaba en Caguas y falleció en un accidente, luego de una competencia de atletismo. A penas el año pasado, perdí un gran amigo pastor, Edgardo Soto Brito, quien fue arrollado mientras cambiaba la goma de su carro de camino a compartir con los jóvenes de la iglesia donde servía como pastor. En mi caso personal, mi padre falleció de manera súbita al tener un ataque al corazón cuando yo, a penas tenía 15 años y estaba participando en un viaje con mi equipo de béisbol. La muerte no discrimina clase alguna y siempre deja su estela de dolor. Con ella trae muchas preguntas mezcladas con idealizaciones de cómo serían el panorama si no hubiera ocurrido.

Muchos se han preguntado: ¿Dónde está Dios en medio de todo este proceso? ¿Por qué lo permitió? ¿Por qué si hay tantas personas que han hecho cosas negativas, la muerte visita la inocencia de un gran atleta? Yo quisiera pensar que esto es un asunto simplista, pero no lo es.  No pretendemos ignorar el dolor como entes insensibles de la dignidad humana. Más bien, comprendemos que el evangelio en su fibra principal es empático con el dolor humano. El evangelio es significativo por que camina entre nuestra realidad para transformarla en oportunidades de crecimiento y madurez espiritual. En esa discernimiento revisitamos la vida y su significado.

Nuestra teología en estas ocasiones se revisa. No estamos frente a un evento triunfalista como se asoció tantas  veces a Kobe en la cancha. No siempre nos salimos con la jugada que entendemos que es victoriosa. Estamos frente a la teología de la cruz.  El dolor es parte de la vida como la cruz es parte de nuestros caminos. Allí está el Cristo crucificado haciendo expresiones desde el dolor humano entre las incógnitas  de la vida. Todas ellas estuvieron enmarcadas desde el estado más intenso del sufrimiento. Tal carga tenía como evidencia categórica el amor de Dios por la humanidad. En otras palabras, el sufrimiento es la derivación del amor que sentimos por los demás. Por eso Jesús dijo: “Dios mío, Dios mío…¿por que me has abandonado?” (Marcos 15:34).  El sentido de impotencia cuando la carga es demasiado pesada es una realidad. Los momentos duros que pasamos nos presentan episodios que en los cuales nos sentimos solos, sin acompañamiento y necesitados de respuestas ante el resultado que aquello que no hubiéramos querido. El mismo Cristo afirmó desde la cruz que la soledad se había apoderado de él.

Sin embargo, desde ese mismo escenario pronuncia que era el momento para que ese acontecimiento se convirtiera en el mejor lugar para hacer un nuevo porvenir. La expresión de afirmar: “Mujer, aquí tienes a tu hijo. Hijo, aquí tienes a tu madre” (Juan 19:26-27) , destaca que desde el escenario del dolor surge la oportunidad para hacernos comunidad y sobretodo una gran familia. La iglesia tiene el llamado contundente de ser familia. Somos el cuerpo de Cristo y como su cuerpo, estamos llamados a dolernos cuando alguna parte de nuestra cuerpo está herida. Nos corresponde a colaborar para que entonces pueda ocurrir el acto de sanidad y recuperación de todos. Ese es el evento más consolador de todo. El sufrimiento presenta oportunidad de sanidad. 

Philip Yancey destaca que el dolor es el mejor indicador de la esperanza. Solamente se duele el que ama y padece por que algo no ha resultado como desea. Cuando presentamos un cuadro clínico complejo, luego de lograr la estabilización del cuerpo, el médico procede a verificar los reflejos. Para ello nos puya y nos pregunta si podemos sentir el dolor. En ese caso, el dolor es buena noticia dentro de lo confuso. Es evidencia que tenemos vida y podemos sentir. Es el anticipo de la recuperación. En otras palabras, el dolor  con todo lo que molesta, nos presenta el trayecto hacia la esperanza sin ignorar los retos que podemos encontrar.  

Como país nos encontramos en la travesía de ayudar a los demás a interpretar los eventos duros. Muchos necesitan personas que les acompañen y sean sensibles ante su dolor. En ocasiones, tiene que ver con pérdida de seres queridos y en otras lidiar con la ruptura de relaciones que nos hubieran querido que terminaran destruidas. En lo que ocurre al sur de nuestra Isla, nos pone con la tensión que presenta que el reloj que sigue corriendo sin aparentes movimientos que puedan “salvar” el juego de sus viviendas junto a la educación de los niños y jóvenes de la zona. Cuando miramos alrededor nos percatamos que muchos viven en la angustia y el alivio parece ser una historia de ficción.

Después de todo, la pregunta no debe ser donde está Dios cuando hay dolor, sino más bien donde se encuentra la iglesia. Nos toca ser iglesia. Ser el cuerpo de Cristo. Ser siervos que aman para bendecir. El dolor, nos convoca a ser el cuerpo de Cristo y nos toca a nosotros responder. Las personas están heridas. Nos corresponde tener hombros donde puedan llorar y oídos que los puedan escuchar para que en medio de la tragedia y el dolor, encuentren esperanza. Sabemos que sanaremos.

Bendiciones, 

Eliezer Ronda Pagán