Deja que Dios controle tus temores

Marcos 4: 35-40

Piensa en tu niñez por un momento. ¿Recuerdas alguno de tus temores? Lo más seguro, en algún momento, corriste a los brazos de un ser querido (padres, abuelos, hermanos, etc.), buscando seguridad. Si ves a niño tropezar y darse un golpe, no lo escucharás gritando “¡ENFERMERAAAAA!”. Lo escucharás gritando “¡MAMIIIIII!”. A un niño no le va a importar que mami o papi no sean médicos. El niño acude a sus padres porque en ellos encuentra seguridad.  

Al leer la porción bíblica, encontramos a los discípulos en la barca, esforzándose para navegar en medio de la tormenta. Ante ese escenario, puedo entender el temor que los asediaba. Pescadores de oficio, con años de experiencia, estaban perdiendo el control de su barca. La ansiedad tiende a funcionar de esa manera, nos llega cuando sentimos que algo está fuera de nuestro control y no poseemos los recursos para recuperarlo.

La ansiedad gasta nuestros recursos emocionales y la preocupación nos impide vislumbrar un futuro mejor. Sentimos que nuestra barca se hunde y todos los esfuerzos que hacemos para mantenernos a flote nos gasta física, emocional y espiritualmente. Mientras tanto, Jesús está en la barca, durmiendo. ¿Qué implica el que Jesús esté durmiendo? Los discípulos pensaron automáticamente que a Jesús no le importaba su bienestar. De momento me pregunto, ¿qué hubiera hecho un niño en la barca?

Los discípulos ya habían visto a Jesús hacer milagros. Sanó a un leproso, al hombre de la mano seca, a un paralítico y a multitudes. Ellos sabían que Jesús podía hacer algo, pero lo veían durmiendo. ¿Cuántas veces nosotros hemos hecho el reclamo de los discípulos? “¡Maestro! ¿No te importa que me ahogue?”. Yo lo he hecho, reaccionando al temor y la desesperación cuando una situación está fuera de mi control. Este tiempo de cuarentena ha provocado esa desesperación en muchos. Pérdida de empleos, ingresos, salud, encierro, etc.

Piensa como un niño por un minuto y visualízate en la barca. En mi mente de niño, hubiera corrido a Jesús y levantándole el brazo, me acomodaba en la almohada. Lo hubiera apretado lo más fuerte que pudiera porque, aunque la tormenta no cesaba y el barco se hundía, mi mente de niño encontraría seguridad en solo estar en los brazos del Maestro. De repente sentiría a Jesús levantarse y todavía apretado a su pecho hubiera sentido la vibración de su voz gritando a mis tormentas “¡Silencio! ¡Cálmense!”. Un niño no necesariamente sabe cómo su padre va a resolver el problema, pero sabe que tiene que soltar el control de la situación para que papá o mamá intervenga. No sé cómo Jesús trabajará con tu circunstancia, pero te aliento a que le pidas un espacio en su almohada y descanses aun en medio de la tormenta.

Anthony Vives de León